Nuestras hijas e hijos traen de fábrica una inmensa confianza en nosotros, que los padres vamos perdiendo a base de mandarlos callar y de no hablar más que para dar órdenes y regañar. También la perdemos a base de criticar sus opiniones con hábitos viejos como el “qué sabrás tú” y ese tipo de frases hechas, que son dañinas y abren grietas de silencio. La confianza se trabaja escuchando: al niño chiquito que nos va contando el mundo (mientras nosotros, conectados al móvil, estamos oyendo un runrún); o al adolescente a quien no preguntamos nunca su opinión sobre las cosas, ni le pedimos consejo, y encima protestamos porque no nos escucha.
Lo
bueno es que son muy indulgentes con nosotros y la confianza se puede
recuperar. ¿Cómo? Hablando nosotros: de cosas que nos preocupan, de cosas que
hacemos, de historias antiguas…, pidiéndoles consejo y ayuda, respetando sus
respuestas. También mirando a los ojos y mostrando en la mirada todo nuestro
cariño- que se nos olvida mirar así-. Incluso el adolescente más airado está
deseando recuperar la confianza en nosotros. Fuera redes, fuera móviles y
distracciones absurdas cuando estemos con los hijos. Al primer acercamiento del
tipo “¿sabes qué, mamá?”, atención completa.
Por
supuesto, a veces nos ocultan problemas. Suelen callar, paradójicamente, para
evitarnos a nosotros la preocupación. Es muy importante decir a nuestro hijo
que vamos a querer saber cualquier cosa que le pase, que estamos “por él, por
ella”, y siempre vamos a querer ayudar, que no le preocupe preocuparnos, que
para eso estamos. Nuestra mirada sobre ellos es un detector de preocupaciones:
el cambio de hábitos, de sueño, más silencio del normal, dolores de estómago
inexplicables… A veces la intuición nos dice que pasa algo y nos quedamos
parados, sin tomar la iniciativa de preguntar, esperando a que nos lo digan. Y
mientras tanto ellos piensan: “mi madre no se está dando cuenta.”
Por
otro lado, ¿por qué dudar de nuestro papel de padres o madres? Ellos ya saben
que no somos perfectos y no les importa. Nos conocen bien, tal vez mejor que
nosotros a ellos, nos tienen muy observados. Si te muestras tal como eres, si
das lo mejor de ti mismo y procuras vivir con coherencia entre lo que piensas,
lo que dices y lo que haces, ya eres el ejemplo que tus hijos necesitan.
Igual
lo que mejor les conviene es que les ayudemos a dibujar el mapa de su vida.
Porque les hará más felices manejarse por la vida con un mapa personal, donde
estén marcados los límites de las acciones, sus puntos fuertes y sus puntos
flacos. Cuando un niño o una niña se sienten seguros de lo que pueden y no
pueden hacer, saben cuáles son sus cualidades y conocen la forma de mejorar sus
defectos, son más felices porque son más autónomos y superan mejor las
dificultades y frustraciones. El ejemplo contrario es el niño o la niña que
creen que pueden hacerlo todo y tenerlo todo, que creen que todo lo hacen bien
o, por el contrario, están tan sobreprotegidos que ni siquiera saben lo que
pueden hacer. En estos niños el golpe contra la vida real es tremendo, y tienen
la felicidad más complicada.
¡Pero
también les hacemos felices nosotros cuando estamos de buen humor! Estar
juntos, reírnos, decirnos unos a otros que nos queremos... Saber que nos hacen
felices les hace sentir muy valiosos.
Así
que, si un hada madrina me quitara de encima treinta años y volviese a ser una
madre joven, jamás atendería una llamada de trabajo fuera de horario y estando
con mis hijos. Tampoco la atendería, como hice tantas veces, durante los
treinta minutos del mediodía en que comíamos juntos. Es que me veo a mí misma
levantándome de la mesa y todavía me tiro de los pelos. ¡Si era solo media
hora, y ellos tenían ganas de hablar! Les demostraba que elegía el trabajo
antes que su presencia, pero las llamadas hubieran podido esperar un ratito, y
ellos seguían siendo para mí lo mejor del día. Esta contradicción, esta
confusión en mi pódium de lo importante, todavía me duele, aunque ellos me han
asegurado mil veces que no se acuerdan. Creo que me lo dicen por lo compungida
que me ven.
Y
es que el tema del tiempo de calidad es un caramelito que los adultos nos
tomamos para suavizar el malestar, pero todos sabemos que cuando no estamos con
ellos, no estamos. De ahí que nos planteemos estas cosas. Desde luego, cuando
ves a tu hijo o a tu hija poco rato, debes compensar, pero nunca con regalos ni
siendo muy tolerante, sino mirándolos mucho, escuchando mucho y actuando con mucha
coherencia respecto a las normas y las reglas de casa. Quiero decir que cuando
estés tienes que estar “en cuerpo y alma” y tienes que educar.
Así
que el mejor regalo para este verano post pandemia sería el tiempo en familia.
Para hacer algo juntos: acercarse a la naturaleza, a la cultura- la música, el
teatro, el cine, un museo, una exposición, las pelis clásicas…-, pasar una
tarde en torno a un tablero de parchís, muertos de risa, sin móviles ni redes
sociales, compartir una afición…
De
entre todo lo que mis hijos me enseñaron cuando eran niños y me siguen
enseñando, el aprendizaje más importante para mí ha sido que estar juntos-
hacer cosas juntos- produce recuerdos para siempre y muchísima felicidad.
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