Cuando preparaba el libro Memorias de la Pizarra tuve el privilegio de entrevistar a personas
extraordinarias que habían dedicado su vida entera a la educación y mantenían
viva la llama de su vocación. Así demostraban que un maestro que se jubila no
es un jubilado a secas porque nunca pierde el sustantivo “maestro”. Uno de
ellos, el profesor Joaquín Campillo, me regaló el original de un artículo suyo
titulado “Juventud y vocación.” De él extraigo esta reflexión insuperable:
A veces se
puede considerar la vocación desde el ángulo de lo profesional como un
necesario y cotidiano hacerse del hombre. Una profesión para la vida. En este
camino encaja la vocación docente, que requiere a la vez compromiso ético personal
y aptitudes concretas.
En las últimas seis palabras se condensan el
ser y el deber de la profesión docente. La aptitud, la vocación, la preparación
profesional y el compromiso ético son los cuatro pilares que deben sustentar el
desempeño de la docencia.
La vocación está reconocida como un requisito
básico. Sin embargo de la aptitud, del hecho de servir para ser educador, se habla mucho menos. Aún así, es indispensable porque los profesores no somos ni
funcionarios ni técnicos, sino intelectuales capaces de potenciar a las
personas a través de la educación, el
conocimiento y la cultura. Nuestro objetivo no es que los alumnos alcancen
buenos resultados en las pruebas de evaluación sino que aprendan de verdad. Pero
sobre todo, nuestra tarea es iluminar los proyectos de quienes deberán
construir el futuro. Y para cumplir esta función social que nos trasciende
debemos ser capaces de realizar un ejercicio de conciencia profesional pero
también humana porque, como dice Unamuno, “la única conciencia de que tenemos
conciencia es la del hombre”. De ahí
la obligación de poner la aptitud pedagógica al servicio de las fragilidades y
fortalezas de cada alumno y su proyecto, un día tras otro hasta el último del
curso escolar, de la carrera profesional, de la vida.
La enseñanza ha perdido prestigio. Este hecho
desanima a los estudiantes con vocación, por eso estamos obligados a aumentar
la consideración social de la docencia. A veces se habla de atraer “a los
mejores estudiantes”; yo prefiero decir “que ninguna vocación sincera se
pierda.”
Como primer paso, no estaría nada mal un
acceso propio para las Facultades de Educación que valorara no solamente la
nota académica sino la capacidad personal – “¿Te gusta comunicarte? ¿Te gusta
compartir lo que sabes? ¿Cómo te sientes cuando estás con niños y
adolescentes?”- la vocación “embrionaria” del solicitante, sus motivos para
querer ser profesor y sus expectativas ante la tarea docente.
Y una vez dentro de la Facultad, revisemos lo
que se debe aprender allí, porque la docencia es una profesión hacia afuera, en
la que debe tener cabida lo nuevo, lo científico y técnico en el máximo nivel
de rigor y solidez, pero es también una profesión hacia adentro, eminentemente
ética. Lo explica bien un aforismo antiguo: “Aplicad la inteligencia a la
docencia porque os guste enseñar. “
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