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sábado, 5 de noviembre de 2016

LADRÓN DE BICICLETAS






Un español ilustre me contó hace unos meses su primer recuerdo de la Guerra Civil española: “Yo era muy pequeño aún, pero ya poseía un gran tesoro: mi bicicleta. Montaba muy bien, como una fiera, subiendo y bajando las cuestas del pueblo. Tanto pedaleaba que la rompí. Mi padre la llevó a arreglar al pueblo de al lado, que era más grande y tenía un taller. Ese mismo día estalló la guerra. Todo cambió, todo se trastocó. Tuvimos que salir huyendo de noche. Nadie recogió mi bicicleta del taller. Yo no me atreví a recordárselo a mi padre, que tanto lloraba. En los años siguientes, perdí la infancia pero todavía hoy, a los ochenta y pico años, recuerdo sobre todas las cosas que con la guerra perdí aquella bicicleta.”

Una bicicleta es aire libre y fresco en la cara, esfuerzo para subir y risas para bajar; es un viaje, una aventura, una escuela, un riesgo y una seguridad; es una amiga, muchos amigos, la pandilla, el sol amarillo, el verano azul.

Una bicicleta es un juguete, un tesoro, una primera posesión. Es valiosa, hay que cuidarla, se puede dibujar en un papel y recrearse con sus detalles: el manillar que evoca de lejos un animal bravo, la serpenteante cadena... También se puede pintar de colores chillones, ponerle un faro, una cesta para flores y un timbre que despierte a los padres de la siesta.
Una bicicleta es el gran regalo. Su nombre, en todos los idiomas, ha sido escrito alguna vez por todos los niños del mundo. Y si no ha sido escrito, ha sido invocado en los sueños. Y esos mensajes los han recibido directamente todos los Magos, duendes, Noêl y Claus que pueblan las chimeneas – o las tuberías-  de las casas donde hay niños.

Una bicicleta puede ser, a los ojos de un chiquillo de siete años, la Navidad. Puede convertirse en uno de los mejores recuerdos de su vida; puede simbolizar la entera infancia.

¿Y la guerra? ¿Qué es la guerra sino un ladrón de bicicletas?


Escrito para la revista 21RS

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