Las primeras líneas de la historia de cada
ser humano se estructuran a partir de la mirada de los demás.
Nuestros hijos e hijas infantes o
adolescentes, nuestros alumnos de primaria o secundaria, no tienen todavía una
visión de sí mismos como adultos. Saben que se harán mayores, pero no se lo
terminan de creer. No podemos culparlos. ¿Quién de nosotros se visualiza hoy
con noventa años? De lo que sí disponen es de una referencia sobre cómo son en
el presente, a partir de sus experiencias de éxito- saber que algo les sale
bien- y del retrato que nosotros les pintamos cuando les decimos cómo son y qué
esperamos de ellos. En tres palabras: de sus etiquetas. Por eso, quien ante una
habitación que está hecha un desastre escucha “eres un
desastre”, o quien escucha la misma expresión ante un examen en blanco, se
siente de determinada manera; por eso hay un mundo entre “no me gustan las
mentiras” y “eres un mentiroso”; por eso cuando les preguntamos
cómo son suelen repetir los calificativos que nosotros les damos.
Llamamos “etiquetas” a la adjudicación de
roles, representaciones o estereotipos. Un rol es un conjunto de comportamientos
que se atribuyen a una persona según la función que realiza. El rol fundamental
de los menores suele ser el de estudiante, por eso quienes suspenden por sistema sufren un
rechazo que ejerce sobre ellos una fuerte presión y que puede acortar sus
expectativas. Sin embargo, los estudios son una actividad, no una
persona. Pero también vamos adjudicando, a veces sin darnos cuenta, roles a lo masculino y femenino,
aunque las chicas sí entienden los mapas y sí estudian ciencias y los chicos sí
lloran y sí bailan. En casa los roles clásicos se consolidan, todavía hoy,
alrededor de lo profesional por un lado y las tareas domésticas por otro, por
eso al elegir nuestros propios roles de género los estamos educando. Por
supuesto, etiquetamos con sus roles particulares a los hermanos mayores y a los
pequeños, a los “listos” y a los “torpes”, a los “egoístas”, “flacos”,
“gordos”, “simpáticos”, “cuatro-ojos” y “raros”. En clase, a los
"líderes" y los "fracaso escolar". ¿Nos hemos parado a
pensarlo alguna vez?
Las representaciones son imágenes mentales.
La más importante es la que corresponde a la imagen corporal, que se compone de
una percepción y una actitud. Percepción es la idea que uno obtiene al observar
algo. Actitud es la reacción psíquica ante la percepción recibida. La identidad
de una persona se establece en buena parte por la experiencia de su cuerpo, que
es su imagen exterior, y por las sensaciones que esta imagen provoca en los
demás. Sentirse “guapa” o “guapo” es escucharlo decir. Así pues, ojo a las
redes sociales con sus filtros y sus comparaciones imposibles.
Los estereotipos son grilletes de la
personalidad que les transmitimos a través de la educación y que, en ocasiones,
les contagiamos sin darnos cuenta. Aunque parezca mentira con todo lo que ha
llovido en la historia de la humanidad, están en auge. Pueden ser, por ejemplo,
contra ideas políticas o creencias religiosas, contra tipos físicos concretos,
contra modos de vida o contra la "diferencia" de cualquier clase.
“Hay que definirse”, lo llamamos. Y la “definición” solo nos permite elegir
entre A o B, sin matices ni grados intermedios. Es necesario comprender que las
elecciones de la vida nunca se dan entre A y B sino entre un inmenso abanico de
posibilidades, y que los prejuicios que emitimos pueden darse la vuelta contra
nosotros también. Si la aceptación de la diversidad y el respeto por los demás
están en nuestra escala de valores, debemos hacer comprender a la gente joven
que los prejuicios provienen de la falta de reflexión, y que cuando condicionan
negativamente nuestra forma de actuar hacia otros se convierten en
discriminación, algo que cualquiera puede sufrir en un momento dado.
La seguridad en uno mismo, clave del
progreso personal, se compone de tres elementos. La “seguridad básica”, que es
la convicción de ser querido incondicionalmente por el núcleo familiar; la
“seguridad ejecutiva”, que es la confianza en la competencia y la capacidad
propias, parte de la cual debe encontrarse en el periodo escolar (y es nuestra
tarea de profesores buscar y encontrar la competencia de cada cual); y la
conciencia de la propia dignidad. La dignidad es el valor intrínseco que tienen
todos los seres humanos por el hecho de ser personas, con independencia de sus
circunstancias, o su comportamiento. De ella derivan los derechos fundamentales
que todos debemos aprender a respetar. Y lo que lesiona esta dignidad no se
puede hacer ni a los demás ni a uno mismo.
No olvidemos que es la mirada de los otros
la que llena la vida de roles, representaciones y estereotipos. Por eso, como
adultos:
·
Vamos a evitar las etiquetas.
Vamos a esforzarnos por hablar, por escuchar, por interactuar con ellos,
por crear una armonía en los momentos de convivencia que facilite la
comunicación.
·
Vamos a poner en palabras el
cariño que les tenemos, a decirles lo importantes que son para
nosotros y lo felices que nos hacen. Entre nuestros hijos y nosotros hay una
historia de amor pero en la vorágine de los días se nos olvida. Exactamente
igual ocurre en clase. "Un amor correspondido", así define Sócrates
la relación con su discípulo Alcibíades.
·
Vamos a intentar entender
sus sentimientos aunque no los compartamos. Debemos esforzarnos por
saber qué quieren comunicarnos realmente.
·
Dialoguemos con razonamientos, no
con la confrontación. Nuestra relación será más empática si también les dejamos
a ellos contar sus historias y no los saturamos con nuestros monólogos.
·
Aunque tenemos potestad para decir la
última palabra, evitemos imponer un criterio nuestro sin saber antes lo
que piensan ellos.
·
Evitemos las ofensas, las burlas y
las comparaciones con otras personas.
·
El diálogo implica escuchar de forma
activa- con atención, con respeto unos a otros. Esto implicará
buscar momentos para hablar sin cascos y sin pantallas.
·
Buscaremos momentos para la comunicación
informal, de risas y chistes; también para la formal, en la que habrá
que abordar temas serios. Sí, informal de vez en cuando en clase también.
Atrévete a ser "una profe genial".
Educar a hijos, enseñar a alumnos,
necesita esfuerzo y convencimiento, pero cada minuto invertido en comunicación
auténtica, fuera de las etiquetas, tiene el valor de un tesoro.