Soy maestra y veo las películas en clase, proyectadas en una
pizarra digital. Y cuando la película comienza, en la clase oscura y sin
palomitas, yo dejo entornado un hilo de luz para ver la cara de los niños. Y mi
película es el rostro asombrado, risueño, emocionado, de los niños y niñas de
ocho años cuando descubren a Charlie Chaplin en Luces de la Ciudad. Delante de mis ojos, una película muda, en
blanco y negro y rodada hace cien años se convierte en un presente. Los niños de Tercero
son Charlie Chaplin: inseguros, algo patosos ante el mundo que están
descubriendo, tramposos y nobles, generosos y en lucha por su propio espacio en
el patio de recreo, en casa y en el aula.
Y en la clase de sexto, con los que tienen doce años, dejo
entornada la luz para contemplar en sus rostros el viaje moral de Marlon Brando
en La ley del silencio. Porque esos
matones de la película se parecen a los de su barrio y cuando Marlon se les
enfrenta es como si ellos vencieran al que les hace bullying. Entienden esa
película, entienden sus valores, su ritmo, su pathos, a sus protagonistas. No
es más violenta que los dibujos animados y, a cambio, es profunda y totalmente
humana.
En las aulas de los adolescentes, me gusta compartir la
emoción por Barbarroja, de Akira
Kurosawa, con su choque entre los sueños y la realidad, y su poesía que tan
bien comprenden los adolescentes. ¿Una película en japonés, de tres horas y en
blanco y negro? Sí; ¿por qué no? Para el verdadero Arte no hay menú infantil.
Los tres filmes que he mencionado me cuestan bromas del tipo
“Ey, profe, gran noticia. Ya existen las películas en color”. En realidad son
obras de arte, mi obligación como profesora es mostrárselas en la certeza de
que, al finalizar el encuentro con ellas conoceran cosas de ellos mismos que
antes no sabían.
Sí al cine en el aula, siempre. Pero no por su poder
formador, ni siquiera informador, sino por su fuerza evocadora. Porque una
buena película es una experiencia personal, individual. Por eso no creo en el
cine-forum ni en condicionar la elección del filme al mensaje que se quiere
transmitir o al contenido académico. Luces de la ciudad, La ley del silencio y Barbarroja, pero también Cantando bajo la lluvia o El perro del hortelano, nos cuentan el
viaje moral de sus protagonistas. Ese es el viaje de la vida, el que yo misma estoy haciendo, al que debo
invitar a mis alumnos, pero siempre desde lo que el mensaje de la obra de arte
les diga a ellos.
A través de cada protagonista, el cine les invita a llegar a
su protagonismo. Recorriendo Nueva York o Tokyo recorren su interior. Y ahí
están sus contradicciones, sus desengaños y su esperanza. Ellos son personas
plenas que viven un momento concreto que se llama infancia. Tienen mucho que
decir y que decirse a sí mismos.
Sí al cine en el aula. Siempre. Sí a acercar a los niños el
Séptimo Arte, las grandes obras, las leyendas, y a dejar que les digan cosas
como nos las dicen a nosotros.
Me gusta mucho ser espectadora de ese diálogo. Por eso,
cuando mis alumnos miran el cine, yo los miro a ellos.
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